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martes, 26 de octubre de 2010


Lloraba del dolor, lloraba porque quería explicarle a mamá que mis heridas no eran tan sólo físicas. Mi sufrimiento se remitía a mi alma, a mi corazón que en busca de un poco de consuelo enfermaron entre ambas a mi cuerpo volviéndolo una ruleta rusa dependiente de mi estado de ánimo. Me preguntaban que me sucedía, si era alguna comida que me había caído mal, si de hecho había comido algo. Pero no contesté, lloré, en el hombro de mamá, lloré en el regazo de mi cama, en mi almohada, en el baño mientras vomitaba por inercia todo mi mal estar, toda aquella sangre que salía de mis heridas abiertas, de aquellas cicatrices que nunca sanaron, que nunca desaparecieron. Sublime, débil, callada y dolorida, apretándome el estómago, llorando a aquel demonio que sujetaba mi vida de un minusculo hilo, esperando que mi silencio pudiera ser comprendido por alguien o sofocado por el abrazo de quien nunca estuvo y se fue. Desde la tarde experimenté la fiebre, los mareos, el dolor de cabeza, el mal estomacal, las nauseas pero hice mi rutina como siempre porque no se me da la costumbre de irrumpir en la vida feliz de los ajenos. Llegó la noche, y el dolor se sentía agudo en mi cuerpo. Me examinó un médico, me inyectaron algún que otro remedio para que pudiese dormir bien, tranquila, sumisa. No funcionó, dormí gritando en mis pesadillas, soñando aquel día en que me quitaron lo poco que quedaba de mí, lo poco que me hacía bien. No puedo comer, y si pudiera, no querría. Prefiero quedarme, en mi cama, junto con mi dolor y la soledad, junto con aquellas canciones que no dejan de hablar, junto con el susurro del recuerdo de tu voz y tu cuerpo, junto con los sueños que murieron en aquella llamada telefónica, ese día que me dijiste por última vez "te quiero" y todo lo demás se volvió silencio.

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