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viernes, 13 de agosto de 2010


Después de unas tantas semanas, más que nada un mes, tengo que comenzar a acostumbrarme a esta sensación. Me cuesta comprender que hay cosas que se van y no vuelven más, que las personas deben buscar nuevos rumbos que recorrer y que a veces, uno no es más que un obstáculo que imposibilita y de alguna forma, lo prohibe. No me resulta fácil sentarme a escribir, ni acá, ni en ningún lado. Cada vez que agarro una lapicera o me siento enfrente de una pantalla en blanco de la computadora miles de recuerdos acuden a mi cabeza para acribillarme. Imágenes, miles de ellas, devolviendome tiempos que son mejor perderlos que encontrarlos. Tiempos que deberían de estar bien enterrados bajo tierra, que no me pertenecen. Pretendo alejarme de ellos, pretendo que lo logro y sin embargo, es inevitable que siempre recurran a mí, llenos de angustia, melancolía y un odio imposible de codificar. Son gritos, paredes blancas, manchones ilegibles, personas tristes, pasillos, muchos de ellos, personas llendose constantemente, muy pocas están realmente aunque muchos llaman y dicen que estan, que acompañan cuando en verdad, no pueden gastarse en acudir al dolor penetrante de los extraños, esperando. Me agarro la cabeza, me derrumbo en el piso. Mis piernas suelen temblar como las de una muñeca de porcelana, llena de miedos, de silencios que nadie se gasta en escuchar o siquiera comprender. Y necesito los brazos de alguien, acobijandome, salvandome de la oscuridad. Las paredes comen de la soledad de las personas y ahí estaban, haciéndolo conmigo. Adueñandose de mí, de mis pocas ganas de vivir. Retumban junto con aquellas imágenes, las palabras vacías de las personas que tanto he querido. Promesas sin cumplir, inexistentes de por sí, contando minutos y segundos de un tiempo que nunca comenzó a correr. De un tiempo irreal, de la era de la felicidad, de los momentos que hacen que valga la pena estar, bien o mal.