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jueves, 20 de enero de 2011

Era frágil como un pajarito herido que vuela a tirones. Tenía la espalda llena de cicatrices, arañazos de piel roja y secuelas de una vida feliz. La felicidad es la que deja más secuelas, eso es sabido por todos. Sus mañanas favoritas eran las de sol, para ponerse sus vestidos más bonitos. Le gustaban los de flores porque le recordaban a cuando era pequeña y se tumbaba en el cesped entre ellas. Con cuidado de no aplastarlas, a ver el sol de frente. Esas mañanas, cogía su viejo coche, se colocaba las gafas de sol e iba a ver el mar. Una visita fugaz. Olía el salitre y volvía llena de ausencias. Escuchando Joe Purdy muy bajito. En la ciudad los gatos de los tejados se relamían los bigotes y en la librería del centro había libros llenos de polvo. Esa era la siguiente parada. No era una librería normal, tenía un diván al fondo en el que poder leer el libro que quisieras, y la magia de entrar, escoger uno, y empezar a leer era indescriptible. Esos eran sus días de sol. Sal, literatura, polvo. Tras la lectura obligatoria se acercaba a un restaurante de los de siempre, en el que te ponían un vaso de casera y un plato de huevos, patatas, y chorizo. Comía perdiendo la vista por la ventana. Tras la comida, una infusión y dejar pasar el tiempo. Al llegar la tarde, paseaba un poco por la ciudad, observando artistas callejeros y músicos eternos. Las tiendas estaban llenas de gente y las galerías de arte vacías. Disfrutaba entrando a ver fotografías y dibujos, soñando con mundos desconocidos. Con carreteras interminables, máscaras azules y cielos sin una sóla nube. Eso eran sus días de sol. Volvía a casa al caer la noche, con mil sueños de más y la nostalgia pegada a sus pasos. Se hacía un ovillo en la cama y dejaba que la noche la abrazara. En su casa llena de libros, sueños, oliendo a sal y a flores.

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