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jueves, 16 de septiembre de 2010


Supe entonces que de nada valdría intentarlo, suplicarte sería en vano sabiendo que ibas a decir que no, suplicarte no hubiese valido la pena sabiendo que no querías quedarte a mi lado, que tan sólo lo harías por lástima. Tus palabras ya no valdrían nada porque serían dichas sin ser sentidas, como las últimas que me dedicaste, frías e insensatas. De pronto, nos volvimos dos extraños en territorio ajeno. Y la guerra se hizo inminente e inevitable. Tus ojos solo irradiaban odio, dolor y un grito reprimido. Los míos, esperaban que la muerte no doliese porque si hubiese podido elegir, hubiese preferido que mates mi amor a ser participe de una desición que tomaste individualmente, con la que evidentemente no estoy de acuerdo. Lo último en lo que pensé fue tu nombre, resonando entre los muros que rodean este corazón. Un sentimiento apuñalado por la espalda y cayendo, muy hondo, recuerdos quemándose en el infierno del anochecer.

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