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jueves, 23 de septiembre de 2010


Volví a verle, con ese semblante tan majestuoso que muestra a los ojos ajenos, que no le conocen ni cuarto de lo que yo creo conocerlo. Le vi, vestido con su conjunto de rugbier y no pude evitar sonreir cuando entró por el ventanal de su comedor, creyendose el Rey de algún pueblo necesitado de cariño y abrazos interminables. El con su sonrisa aplacada, fundida en un rostro serio y enojado que lo único que hacía al lado de sus amigos era transmitir superficialidad. Como si su alma estuviese herida y tuviese que envolverla con una carita de revista que la suplante. Supongo que a mí, la mejor engañadora, hay cosas que no me compran. Su expresión de felicidad irreal, fue una de esas. Me saludó mientras yo ayudaba a su hermano más chico a hacer las tareas, me miró con esa mirada triste y dura, imposible de matar. Le sonreí dulcemente y le saludé con un beso en la mejilla que hubiese deseado que durase más tiempo. Verle charlar con su grupo de amigos en la cocina, me mostraba el mundo en que vivia, donde todos se atreven a hablar de plata, mujeres y salidas. Donde el dolor y los problemas son innombrables. Le envidie sólo por un minuto hasta que comencé a compadecer su mundo de extravagancias interminables y amores fortuitos.

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